Todos estos días he ido contando aspectos mas o menos divertidos, momentos importantes, el inicio o el final de la presencia de Duna en nuestras vidas.
Mañana se cumplirán dos años de su fallecimiento, y hoy, casi cerrando este pequeño homenaje en el blog, voy a contar un pequeño secreto: y es que yo tenía un pacto de caballeros con Duna.
Duna, novena página: la promesa.
No recuerdo el momento exacto, ni el contexto, sino las sensaciones. Estábamos solos Duna y yo, y yo me sentía tremendamente solo, a pesar de estar casado, tener un hijo y esperar el segundo (creo que era sobre esa época), y tener una vida social que podía llegar a ser agobiante.
Me sentía solo, seguramente tras una discusión familiar poco antes del desmoronamiento de mi matrimonio y de lo que yo pensaba que iba a ser mi vida los próximos años.
Pero no estaba absolutamente solo, porque Duna estaba conmigo.
Recuerdo perfectamente un instante... Enjuagándome las lágrimas, cogiendo la cabecita de la perra para agradecerle que estuviera a mi lado incondicionalmente, y hacerle una promesa: que nunca estaría sola, nunca le daría de lado y mi lealtad a Duna sería tan inquebrantable como lo era la suya conmigo.
Hay unas pocas cosas de las que me siento especialmente orgulloso; ninguna tiene que ver con mi vida laboral o política, sino más bien con la familiar y con mis hijos: sin duda, lo mejor que hice nunca.
Como el convenio que blindaba la custodia compartida y que firmé con la tinta original del boli de Lito.
Una de ellas es el haber cumplido mi promesa a Duna. Aunque no lo hubiera hecho ella me habría sido leal, pero no lo habría merecido.
Duna, con una chapita azul en su collar (cuyo significado venía a ser que íbamos a cuidarla siempre) |
En Navidad se hacía más explícita nuestra promesa.
Todos los años he cenado donde estuviera Duna en nochebuena, porque entendía que mi hogar no estaba completo si ella no estaba. Entre los años 2007 y 2011, además, la cena de nochebuena era sólo para dos: Duna y yo. A veces he discutido con mi familia (padres y hermano) por la decisión de pasar solo esa noche... cuando en realidad la decisión era la contraria: la de pasarlo acompañado, y además evitar que Duna estuviera sola en un día, digamos, "familiar".
Nochevieja era aún más especial; nochebuena puede ser un largo día, donde incluso podrías cenar con tres grupos distintos; pero nochevieja es sólo un momento. Duna y yo teníamos una tradición para ese momento: Duna estaba a mi lado (con mi mano en su cabeza) o en mis brazos, y al comer las uvas, yo me comía sólo once y le dejaba a ella la duodécima.
AL final de 2012, por primera vez desde que tengo hijos, no pude seguir la tradición: un motivo más para detestar ese año.
Recuerdo una desagradable anécdota en casa, cuando en un embarazo, la madre de mis hijos pensó que Duna podía contagiar la toxoplasmosis (o algo así, ya me he olvidado del nombre) al feto, y que debíamos quitar a la perra del medio. No podía permitir que a ninguno de mis hijos le pasara nada, pero tampoco estaba dispuesto a fallarle a Duna: me cogí días de permiso, y me tiré una semana estudiando sobre el tema, hablando con veterinarios y gente que entendiera de ello, y poder llegar a la conclusión de que era imposible tal contagio.
Aún así, ante las dudas que se me ponían sobre la mesa, declaré que donde estuviera Duna, estaría yo. Que no habían cuatro paredes que pudiera llamar "hogar"si Duna no tenia cabida entre ellas.
Si alguien se pregunta qué hubiera pasado en caso de que el contagio fuera posible, que no tenga dudas: me habría desdoblado, manteniendo dos casas para que Duna siguiera conmigo.
Y recuerdo otra anécdota, más íntima pero más simpática, con las mismas protagonistas: Duna y la madre de mis hijos.
Un tiempo después, hubo una época en que la madre de mis hijos quería que me quedara en su casa y no en la mía (cosas veredes, amigo Sancho), pero ni ella me lo iba a pedir ni yo me iba a quedar a motu propio.
Y entonces ella tuvo una gran idea: cuando llegué a Onda del trabajo, pasé para saludar a los niños y me encontré a Duna en aquella casa (con su camita, sus utensilios de comida, y juguetes), bajo la excusa de que "en mi casa hacía mucho frío y la pobre perra lo pasaría mal". Evidentemente, me quede esa noche en casa de la madre de mis hijos, pero esa es otra historia que debe ser contada en otra ocasión.
La lealtad recíproca entre Duna y yo nos hacía especiales a ambos.
Duna me esperó para morir, el 27 de enero de 2012, a que pudiera acogerla entre mis brazos (supongo que es una triste casualidad, pero me gusta pensar que no es así).
"Nunca estarás sola", le prometí. Y nunca lo estuvo.
Tampoco lo estuvo en el trámite posterior a la muerte; pero eso es otra historia, la que contaré mañana en el blog, hablando del recuerdo de Duna.