sábado, enero 18, 2014

Diez páginas sobre Duna (1/10: La ida)

Dentro de diez días, se cumplirán dos años desde la muerte de Duna, la perra que nos (me) acompañó en casa durante más de trece años. Cuando he pensado en ella desde que se fue, siempre sentía a la vez una enorme tristeza y melancolía por su partida, junto a la alegría y gratitud por haber disfrutado de ella; creo que en este aniversario va a "ganar" la alegría del recuerdo de Duna sobre la tristeza porque ya no esté. Y por eso voy a escribir de nuevo en el blog, a modo de homenaje, sobre Duna: diez pequeñas entradas recordando al ser vivo que estuvo siempre, incondicionalmente, a mi lado. Como yo al suyo.

Duna, primera página: la muerte.

Quiero comenzar por el final de la vida de Duna, relatar sus últimos días y cómo se fue. Querría que nunca hubiera tenido que irse -que nunca se fuera-, igual que no quiero irme yo nunca, ni desde luego ninguno de mis hijos, pero todo eso es irreal, la muerte es natural y forma parte de la vida, dotándola de sentido.
Si acepto eso (la naturalidad de la muerte), no puedo imaginar una partida mejor que la que tuvo Duna; cuando yo tenga que morir, me gustaría que fuera como ella.

Por mi parte, deberé decir que tenía un miedo horrible a que se diera cualquiera de las dos siguientes circunstancias cuando muriera Duna:
- por un lado, que Duna muriera sola; una de las cosas de las que me arrepiento sobre mi perra, es que estaba sola más tiempo del correcto, debido a las especiales circunstancias de mi familia. Pensaba que algún día, cuando llegara a casa de trabajar o de alguna otra obligación, Duna estaría muerta, habiéndose visto sola en alguna de las horas pasadas, sin nadie que estuviera a su lado al partir. Me daba tanto miedo pensar en eso, que muchas veces al volver a casa, sentía una pequeña angustia si desde el portal de casa no la oía ladrar y brincar alegre sabiendo de mi llegada.
- por otro lado, que yo debiera decidir sobre la muerte de Duna: que tuviera algún problema de salud donde lo "coherente" hubiera sido sacrificarla. Para entendernos, diré que nunca he pensado que yo era el "amo" de Duna, sino más bien su "compañero humano", encargado de su bienestar tanto como ella se encargaba de querernos y ser parte de la familia. No tenía poder sobre su vida o su muerte; pero tampoco podía permitir que sufriera sin sentido, y temía profundamente verme en la necesidad de elegir si sacrificarla para que no sufriera, o permitirle sufrir gratuitamente.

Como si Duna supiera que temía ambas cosas, su forma de partir disipó todos los miedos. No hubo sacrificio, no murió sola. Voy a contar cómo se fue.

La longevidad.
En diciembre de 2011, recuerdo un paseo de Duna con mis hijos donde hablábamos de la edad de la perra y de otros perros que han vivido o vivían con alguno de nuestros familiares. Posiblemente, Duna era la mayor de todos (ya había cumplido trece), pero su carácter nervioso y alegre (además de la raza, o la falta de ella) hacía presagiar que viviría mucho tiempo más.

La enfermedad.
Un triste día de enero que ya he olvidado, cuando iba a sacar a pasearla, Duna se desplomó en el suelo, respirando pero sin poder moverse. De inmediato, reuní a mis tres hijos -algunos se habían ido a dar una vuelta-, y fuimos al veterinario. Cabe decir que pasados 2-3 minutos, la perra pudo comenzar a moverse, y después seguía igual que siempre, con toda naturalidad queriendo pasear y disfrutar del parque.
Comenzaron entonces unos días marcados por ver qué le pasaba, medicación, cuidados y preocuparse. Cada vez los "ataques" iban a más, y a la perra se le notaba más débil.
El diagnóstico es que el corazón le había crecido demasiado, y parece ser que se bloqueaba produciendo unos pequeños "infartos"; se tomaba medicación para que no le pasara, pero el veterinario ya nos advirtió de que podía recuperarse (y hacer "vida normal", aunque con cuidados, que ya era vieja de por sí), o morir en uno de esos pequeños ataques.
Con mi miedo porque no estuviera sola, fui haciendo encaje de bolillos para que si se quedaba sola, fuera el menor tiempo posible.

En esta enfermedad (que no entiendo, porque de salud es de lo que menos entiendo del mundo), había que tener en cuenta que el animal no sufría (no le dolía, más allá del evidente susto que podía llevarse), y que era una cuestión genética, de forma que no es nada que hubiéramos causado ni hubiéramos podido evitar: Duna venía así "de serie", como yo vengo miope u otro viene con los pies planos.

El último día.
El 27 de enero de 2012, yo debía ir inexcusablemente al trabajo y estar fuera por seis o siete horas. Mis hijos estaban en el colegio, o en casa de su madre, hasta que yo llegara. Y a mí me aterrorizaba pensar cómo estaría la perra, que los últimos dos días había tenido más ataques que nunca y respiraba con dificultad; para que no le pasara nada por la noche sin que yo me enterase, las dos últimas noches había dormido conmigo, en mi cama.

Para no estar sola, ese día ocurrió algo curioso, y es que como nadie podía cuidarla o atenderla todo el tiempo, se turnaron para ello. Mis padres, la madre de mis hijos (que fue quien la trajo a casa trece años atrás) y mi hermano se fueron pasando por mi casa, visitando a Duna y contándome qué tal estaba.
Y de esa forma, el destino quiso que Duna pudiera despedirse de todos los que la habían querido y cuidado en su corta vida.

Cuando llegué a casa, me ocupé de que comiera, de su medicación y de bajarla un momento al parque. Luego, mientras hacía la cena para los críos (era viernes, y ese fin de semana los cambiaba con su madre y me tocaban a mí), los niños se ocupaban de tenerla entretenida y calentita frente a la estufa, tanto Juanma como Salva o Martín la tenían en sus brazos mientras ella jugaba muy débilmente.
Y de esa forma, el destino quiso que su última hora la pasara jugando con sus "hermanos", o siendo acariciada por ellos si se cansaba frente a la estufa, en su hogar.

Nos pusimos a cenar, y puse en la tele un capítulo de Fraguel Rock (es curioso las cosas que se recuerdan a veces...); mientras Duna estaba en el sofá de casa le dio uno de sus ataques, pedí a los niños que se metieran dentro de la habitación para no verlo, y la cogí en brazos, apretándola contra mi pecho, para que no estuviera asustada.
Y así murió Duna: en mis brazos, en nuestra casa, tras un día en que fue cuidada por todos aquellos que la quisieron, sin sufrimiento ni dolor físico. Si un ser vivo merecía una muerte bella y poética como esa, sin duda era Duna; la tuvo, y me siento extraordinariamente feliz por ello.

No creo en el destino ni karma ni cosas de esas, pero ojalá en mi último día tenga la oportunidad de compartir un poco del tiempo de todos mis seres queridos, para al final expirar, sin dolor, en los brazos de aquella persona a quién más ame. Y ojalá, un tiempo después, cuando se recuerde, alguien piense que yo merecía morir así. Duna merecía morir así.

Y fin por hoy; mañana, otro recuerdo sobre Duna.

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