jueves, octubre 07, 2004

Calle de la piruleta.

Tras pasar un tiempo aciago, me he dado cuenta de que soy bastante feliz.
Así, como suena.
Con mis hijos, con mi casa, con mi trabajo, con mis quehaceres diarios. Siempre tengo cosas que hacer (y poco tiempo para hacerlas), y he aprendido a verlo como una suerte, y no como una maldición.
Mi agenda podría ser estresante, pero a mí me encanta estar ocupado e ir haciendo cosas.

Tengo una escala de valores personal envidiable: en primer lugar, mis hijos. Valoro el tiempo que paso con ellos, lo disfruto, y creo que puedo estar logrando que se contagien y el disfrute sea mutuo. Y si ellos están bien y son felices, es muy complicado que yo no lo esté y no lo sea.

Hasta hace poco, no era así. Mil problemas, tareas y complicaciones (de corte político, laboral, de pareja o de economía doméstica) me llevaban de cabeza. Pero ahora no.

Me he dado cuenta de todo esto, de una forma objetiva, en dos momentos:

- Hace una semana, llegué a casa pero no había nadie: mi mujer y mis hijos habían ido a realizar una tarea. Como yo sabía dónde estaban (cerca de mi casa), me fui a buscarles andando. Y paseé diez minutos, la mar de tranquilo, pensando en nada. Me di cuenta de que estoy agusto en mi vida.

- Hace dos días, mis hijos mayor y pequeño se durmieron en el comedor. Subí con el mediano, a leer un cuento (esta vez, exclusivamente para él), y aprovechando que no había ninguno de sus hermanos para interrumpirle, el niño decidió contarme con pelos y señales todo lo que había sentido y hecho durante el día. Sus impresiones, inexactas e imprecisas, sus saltos de un idioma a otro, y sus valoraciones o juegos, eran un encanto. Hablaba según le venían los pensamientos a la cabeza, sin una estrcutura sintáctica y chorradas de esas. Yo le escuchaba extasiado, y el no paraba de hablar. Cómo quiero a ese chiquillo. Al final, conté un cuento rapidísimo y nos pusimos a hablar del cuento. Al rato, él ya no me seguía la conversación. Había cerrado los ojos, y se había quedado dormido. Le arropé, y salí de su habitación. A todos mis amigos que en ocasiones estén agobiados, les deseo los cuarenta minutillos que me pasé con mi hijo Salvador esa noche.

Hace dos noches tuve una interesante conversación. Sobre el descontento general de la gente, el inconformismo, o el gran sacrificio de la vida diaria. Y yo no veo eso en mi vida por ningún lado.

Así que hice una localización de mi vida, parafraseando a Homer Simpson: vivo en el país de la gominola, calle de la piruleta.

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