jueves, marzo 03, 2005

Kamál.

Tras la exitosa y divertida excursión/viaje del sábado, el domingo fue un día tranquilito.
Levantarse, desayunar y jugar un rato, ir al parque, comer, pasear al perro, ir a otro parque, hacer alguna manualidad y jugar un rato, acabar los deberes de lectura pendientes, ducharse todos, cenar, cuento en la cama, dormir.

El parque al que fuimos por la mañana se llama Parque de la Panderola, en honor al nombre de un viejo tren que iba de Onda (donde vivo) a Castellón. A ese parque yo me llevé mi bolsa de pipas, y mis tres hijos sus tres bicicletas.

A veces hay otros niños y niñas jugando, pero en esta ocasión (un domingo de mañana con frío) estaba casi vació: nosotros cuatro, y un padre que miraba cómo jugaba su hijo en un columpio. El padre y su hijo eran inmigrantes marroquíes.

Mi hijo mayor se puso a jugar conmigo intentando escalar una pista de skateboards (he buscado en google para poner la palabra correcta, yo siempre los llamaba patinetes) que hay allí, y los dos menores se pusieron a pegar pedaladas en sus bicicletas.
En eso, que el niño marroquí miraba a mis hijos en sus bicis con carita de ilusión y divertimento. Le pedí permiso a mi hijo Juanma, y tras su respuesta afirmativa, le hice señas al niño marroquí de que podía coger y jugar con la tercera bicicleta.



El niño (del que luego me enteré que lleva sólo un mes en España y no hablaba ni jota de español) no dudó ni un segundo, cogió la bici y se puso a pedalear junto a Salva y Martín. Hay que decir que el niño no podía aprender español porque no podía integrarse en la escuela hasta el año siguiente, por no se qué rollos y burocracias.

Al rato, vino el padre del niño, agradecido, y se sentó junto a Juanma y a mí, en la parte de arriba de la pista de skateboard. Estuvimos un rato charlando. Mi hijo (que se había hecho dueño de las pipas) le contaba cosas de críos mientras compartía las pipas entre todos.
El padre me preguntó dónde podría comprar una bicicleta para su hijo, y yo le indiqué lo mejor que pude (con los impedimentos del idioma, qué le vamos a hacer). Luego me contó, entre risas, que su hijo quería tener una, y después de haber montado hoy en ésa, ya no tenía más remedio que comprársela.
Porque (atención!) era la primera vez en la vida del niño marroquí, que tenía casi cinco años, que montaba en bicicleta.

Mis hijos preguntaban al niño su nombre, pero éste no les entendía, y sólo hablaba con su padre. Le pregunté al padre, y me lo dijo (así, mis hijos pudieron llamar a su compañero de pedaleos). El niño se llamaba Kamál (creo que lo entendí bien).

Al rato, vino a buscarles otro hombre, y se fueron. Nosotros tampoco tardamos mucho (que había que comer y tal).

Podría escribir mi opinión acerca de la cultura musulmana, su integración (y voluntad de integración), el conflicto ese de civilizaciones, y un montón de cosas de esas. Pero no vendrían a cuento. En el fondo, lo que pienso es que todos los seres humanos somos iguales.

Deseo educar a mis hijos en esa misma apreciación: la igualdad absoluta de todos dentro de la condición humana. El domingo no pensaba en niños españoles o marroquíes, católicos o musulmanes. Pensaba en tres hermanos jugando y un cuarto niño con ganas de unirse al grupo para jugar.
En realidad no había otra cosa: cuatro niños jugando y dos padres mirándoles jugar mientras comían pipas.

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