domingo, enero 02, 2005

Papá Noel

(NOTA: empiezo el año en el blog como lo acabé, con una entrada nostálgica de abuelo cebolleta; valga en mi descargo que tengo pensadas otras entradas no nostálgicas ni cebolleteras, pero es que esta anécdota era fija para el primer post del año, I’m sorry).

Hace quince años, yo era gris.

Gris del todo: vestía de gris, gafas grises, cara con expresión gris, despeinado y con granos, conversación gris, vida gris. Ah, y era un empollón (de esos repelentes), con lo que mi vida social no era sólo gris, sino gris ocuro.
Mi hermano, con el que salía de fiesta aquí y allá, era más gris que yo (es dos años mayor, y la experiencia cuenta).

No recuerdo una sola cosa divertida para contar de 1989. No fue un año malo, ni bueno. ¿A que no adivináis como fue el año? Pues eso, gris. Como muchos de los anteriores.

Aunque sí había una novedad: mi hermano y yo, que tontos del todo no éramos, nos estábamos dando cuenta de que, como adolescentes, dábamos lástima.

Salimos por ahí la Nochevieja de 1989, para dar paso al 90. Yo tenía quince años recientes, mi hermano diecisiete.
Y salimos por la tarde, para llegar a casa, ponerse el pijama y comer las uvas. No nos dejaban salir de casa después de las uvas. Sí, sí, como suena. Aunque lo cierto es que no nos perdíamos nada por no salir, y con las pintas que llevábamos sí era posible que nos acabaran atracando o algo así.

No recuerdo si habíamos quedado con alguien esa tarde, o salimos los dos solos como dos monos. Con chicas (a los quince y diecisiete años es en lo que piensas, no nos vamos a negar), desde luego que no habíamos quedado; ni se nos acercaría ninguna.
Tampoco recuerdo si llegaríamos a beber alguna cerveza. No creo que lo hiciéramos, o como mucho un ridículo tercio, que para nosotros era una gran transgresión moral.

A falta de una hora (o más) para las doce campanadas, volvíamos a casa andando desde la discoteca (en Onda las distancias no son pequeñas; son ínfimas).

Recuerdo que estábamos charlando sobre nuestra vida gris, nuestra incapacidad social, pintando todo más negro aún de lo que era. Nos decíamos que habíamos hecho mal en salir, que nunca más saldríamos, y que más nos valía olvidarnos de las chicas, de divertirnos con los amigos, y de todo. Si fuéramos japoneses nos habríamos planteado un suicidio colectivo de esos.

Cabizbajos y tristísimos, nos disponíamos a cruzar la calzada, viendo la puerta de nuestra casa enfrente.

Entonces pasó.

Una furgoneta vieja, oxidada, circulando mientras hacía ruido de chatarra.
Las puertas de atrás abiertas, con un señor gordo sentado, piernas hacia fuera del vehículo.
El señor gordo era Papá Noel. Al vernos, hizo sonar una campana que llevaba consigo, y se rió con su característico “Jo, jo, jo!”.

Mi hermano y yo nos miramos, y sonreíamos.
Ese día, en ese momento, acabó para siempre nuestra vida gris y antisocial.

1990 fue el mejor año de nuestra vida. Irrepetible, porque algunos se han ido para no volver (sniff!). Nunca me he explicado cómo pudimos dar aquel asombroso cambio.

Quizá podamos contar que un día vimos a Papá Noel de verdad.

No hay comentarios: